El poeta Rafael Alberti nos cuenta su aventura taurina.
Yo era muy amigo de Ignacio Sánchez Mejías, el grandísimo torero de la Edad de Oro del toreo, del momento de Joselito, Belmonte, el Niño de la Palma...
Sánchez Mejías me decía: "Mira, tú como poeta te vas a morir de hambre; los poetas no ganan nada. Yo te voy a nombrar banderillero de mi cuadrilla y te voy a pagar muy bien aunque de momento no pongas banderillas". Efectivamente, hicimos un contrato para una corrida en Pontevedra, en Galicia.
Ese día me citó en el tren por la noche, en Venta de Baños, donde se subió Cagancho, un torero maravilloso, y Antonio Márquez, el marido de Conchita Piquer.
Afortunadamente los gallegos no entendían mucho de toros y eso me sirvió de mucho, porque Ignacio me dio un traje naranja y negro, que no se usa mucho. Se lo había hecho de luto por la muerte de su cuñado Joselito. La montera me la prestó Cagancho y Márquez, el capote de luces para hacer el paseo.
Yo pensaba: "La gente se va a poner en contra de mí. Cuando se den cuenta de que hay un torero que no va a torear y que va vestido de negro me van a matar". Salí e hice el paseíllo. En las plazas de toros hay cuatro burladeros; Ignacio me dijo: "Colócate ahí".
Enfrente exactamente salió un toro como la catedral de Burgos y se vino flechado hacia mí. Normalmente, cuando uno está quieto los toros no te embisten. Yo estaba muerto de miedo. Vino el toro y le dio una cornada al burladero pero no lo rompió afortunadamente. Estuve viendo la corrida todo el tiempo en aquel burladero ante la burla de Ignacio, que me hizo pasar ese susto.
Volvimos al hotel. Esa tarde, después de decirme Ignacio que iba a torear como banderillero suyo, le dije a su apoderado, que era el padre de los Dominguines: "Mire, yo con estas medias rosas de bailarín no quiero nada; tengo cuarenta y tres años (sic) y no quiero seguir toreando".
Así que deshice todos los contratos el mismo día que me había invitado a torear en la plaza de Pontevedra.
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