Se citaron los dos para en la plaza
tal día, y a tal hora, y en tal suerte:
una vida de muerte
y una muerte de raza.
Dentro del ruedo, un sol que daba pena,
se hacía más redondo y amarillo
en la inquietud inmóvil de la arena
con Dios alrededor, perfecto anillo.
Fuera, arriba, en el palco y en la grada,
deseos con mantillas.
Salió la muerte astada,
palco de banderillas.
(Había hecho antes,
a lo sutil, lo primoroso y fino,
el clarín sus galleos más brillantes,
verdadera y fatalmente divino.)
Vino la muerte del chiquero: vino
de la valla, de Dios, hasta su encuentro
la vida entre la luz, su indumentaria;
y las dos se pararon en el centro,
ante la una mortal, la otra estatuaria.
Comenzó el juego, expuesto
por una y otra parte...
La vida se libraba, ¡con qué gesto!,
de morir, ¡con qué arte!
Pero una vez –había de ser una–
es copada la vida por la muerte
y se desafortuna
la burla, y en tragedia se convierte
Morir es una suerte
como vivir: ¡de qué!, ¡de qué manera!
supiste ejecutarla y el berrendo.
Tu muerte fue vivida a la torera,
lo mismo que tu vida fue muriendo.
No: a ti no te distrajo,
el tendido vicioso e iracundo,
el difícil trabajo
de ir a Dios por la muerte y por el mundo.
Tu atención sólo han sido toro y ruedo;
tu vocación, el cuerno fulminante.
Con el valor sublime de tu miedo,
el valor más gigante,
la esperabas de mármol elegante.
Te dedicaste al hueso más avieso,
que te ha dejado a ti en el puro hueso,
y eres el colmo ya de la finura.
Mas ¿qué importa? que acabes... ¿No acabamos?
todos, aquí, criatura,
allí en el sitio donde Todo empieza.
Total, total, ¡total!: di: ¿no tocamos?
a muerte, a infierno, a gloria por cabeza.
Quisiera yo, Mejías,
a quien el hueso y cuerno
ha hecho estatua, cayado, paz, eterno,
esperar y mirar, cual tú solías,
a la muerte: ¡de cara!,
con un valor que era un temor interno
de que no te matara.
Quisiera el desgobierno
de la carne, vidriera delicada,
la manifestación del hueso fuerte.
Estoy queriendo, y temo la cornada
de tu momento, muerte.
Espero, a pie parado,
el ser, cuando Dios quiera, despenado,
con la vida de miedo medio muerta.
Que en ese cuando, amigo,
alguien diga por mí lo que yo digo
por ti con voz serena que aparento:
San Pedro, ¡abre! la puerta:
abre los brazos, Dios, y dale asiento.
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