JOSÉ DELGADO "PEPE-HILLO".
Nació en Sevilla el 14 de Marzo de 1754, el mismo año en que nació en Ronda su gran rival Pedro Romero.
De muy joven, y sin ninguna instrucción, quisieron sus padres que aprendiese el oficio de zapatero. Pero fue imposible fijarlo con ningún maestro y el jovenzuelo se escapaba continuamente al matadero donde tuvo contacto con discípulos de Costillares.
Alegre de carácter, de vitalidad estallante, desenvuelto en el trato, ignorante y rústico pero agudo en la conversación, indiscreto y franco en las opiniones, vanidoso y encendido dentro y fuera de la plaza, Pepe-Hillo se hizo el ídolo popular de la época. Bien recibido en todas las tertulias encopetadas, en los palacios, con los Marqueses.
Al principio de su carrera toreó Pepe-Hillo, en la cuadrilla de su maestro y protector Joaquín Rodríguez "Costillares". Así empieza la carrera vertiginosa de este hombre que acabará luctuosamente en un mes de Mayo, sobre las arenas de Madrid. Finchado, celoso, heroico y displicente, no conoce la saciedad del aplauso. Fue el tipo de hombre de una jactancia pavorosa, con una gran seguridad en sí mismo y una incandescente sed de gloria. Todo lo quiso practicar y a todos quiso retar y, como delante de él tenía un torero de características totales como lo fue Pedro Romero, el que conocía todos los obscuros resortes que rigen el misterioso juego de la lidia de los toros, topo siempre a pecho abierto con las astas que le buscaron el alma hasta veinticinco veces en cogidas graves, siendo la última mortal.
Cuantas suertes se conocían en los toros , quiso no sólo practicarlas, sino practicarlas mejor que nadie, con una palpitación sangrienta y a la ves alegre y propia. Practico, y en esto sí que no tuvo rival en sus días, los recortes, el quiebro y el cuarteo con el capote plegado al brazo en los quites. Todos estos deseos de sobrepujar cuanto se había echo hasta entonces crean un halo a su favor. Nada enamora a los públicos como la buena voluntad y la constante pasión de ser adorado por ellos, y Pep-Hillo tenía en grado máximo esta pasión.
Su presentación en Madrid fue triunfal. Aquel deseo de apagar con su temeridades el fuego de los labios de todas las damas y enardecer a los hombres hasta el entusiasmo frenético, se le subió a la cabeza como un vino turbulento, eléctrico. Toreo exponiéndole increíblemente a los toros que tenían mucho sentido, quebró en lo terrenos más peligrosos, puso el gesto más amplio y el público quedó cautivado por aquel torero con garbo. Pepe-Hillo era en la plaza un derroche de fuegos y bizarrías. Toda la Plaza era sol cuando el toreaba.
Fuera de la Plaza, Pepe-Hillo supo desenvolverse en sociedad. Tuvo amores con toda suerte de damas, con mozas, con majas y manolas, con vendedoras y merceras, con tonadilleras y bailaoras. Todo fue poco para su vitalidad desbordada, para su concepción total, luminosa, de la vida. Pero lo verdaderamente importante de la vida de Pep-Hillo fueron sus relaciones con el populacho. La plebe de Madrid, le aclamó alborozadamente. Chisperos, chulos, manolas, rufianes, vendedores, perdonavidas, truhanes, barberos, contrabandistas, cómicos y toda índole de personajes le adoraron prestamente. Su éxito fue un éxito de borrachera; participaba de los gustos y diversiones de las gentes del pueblo, en las peleas de gallos, y no hubo bautizo ni zambra en los barrios a la que no se invitará a Pepe-Hillo, con empeño en su asistencia. Asimismo era supersticioso hasta la exageración y de muy piadosas devociones.
La cogida y muerte de Pepe-Hillo fue consecuencia de sus dramáticos alardes. Costillares se había ya retirado, enfermo y achacoso. Pedro Romero abandono fatigado la pugna con Pepe-Hillo la cual duró dieciocho años. Quedo, pues, Pepe-Hillo como único puntal del toreo. Su carrera había sido gloriosa. Veinticinco graves cornadas no habían hecho sino aumentar sus arrestos y prodigalidades valerosas, pero había querido llegar demasiado lejos en la estimación de las gentes y debía sostenerse a base de aquello que nunca ha podido mantener a un torero, o sea del valor alocado , en medio de la quiebra de sus facultades físicas. En los últimos años de su vida, frisando en los cuarenta y cinco, ya se notaba con menos agilidad y fuerza.
En 1801 Pepe-Hillo estaba ya completamente desgastado. Sus últimos retratos nos legan un rostro abotargado, con ojos tristes y su cuerpo aparece pesado, cansada la espalda, blando y agotado el porte. Su edad oprime a su cuerpo pero no frena su codicia de gloria. Pero en el año fatal de 1801 su suerte era clara y luctuosa. Así pues, persistió en querer seguir lidiando toros hasta que llegó el día 11 de Mayo de 1801, tercera corrida de la temporada en Madrid. Se toreaba una corrida completa, es decir mañana y tarde, y le acompañaban José Romero, diestro rondeño desangelado y Antonio de los Santos, apodado "Ojos Negros", protegido de Pepe-Hillo que fue un lidiador mediocre. Uno de los toros que se lidiaron por la mañana, dio un puntazo en el muslo a Pepe-Hillo, pero este, con su habitual valor, no quiso dejar de torear por la tarde. Ya en la tarde le tocó en suerte un toro llamado "Barbudo" de la ganadería de don José Joaquín Rodríguez de Peñaranda de Bracamonte, con tipo castellano, grande, bronco, basto y abierto de encornadura. Salió abanto y corriendo en todas direcciones, tomando tres veces la puya, huyendo del caballo. El toro se aquerencio en tablas, y se puso a la defensiva. Pepe-Hillo, que lucía un terno azul y plata, le dio solamente dos pases naturales y el de pecho, entrando a matar deteniéndose un instante en el embroque y haciéndolo muy sesgado. La estocada fue contraria, muy atravesada y corta y el toro lo alcanzó por su vacilación cogiéndole y lanzándolo a sus lomos y cayendo de espaldas en el suelo. Embistió de nuevo contra el torero inerme y le pego la cornada en la boca del estomago, campaneándolo un largo espacio de tiempo. Destrozándole la caja del tórax y quebrándole diez costillas. Pudo verse el trágico espasmo del torero y como le agarraba desesperadamente por la cepa del cuerno, con ambas manos. El torero mal herido, agonizante, con la redecilla suelta y el pelo crispado sobre la cara, el traje destrozado y una amplia herida de la que manaba una lengua obscura y espesa de sangre.
Pepe-Hillo murió en la Plaza, sobre la arena. Con la plaza convulsa, la tarde cayéndose, el graderío fue vaciándose pues el público, en su horror, abandonó precipitadamente la plaza. El público resultó afectadisimo por este luctuoso suceso. Durante mucho tiempo, no volvió a celebrarse ninguna corrida de toros en Madrid.
En 1796 se publicó en Cádiz el libro "La tauromaquia o el arte de torear de Pepe-Hillo". Esta obra, de una prosa sentenciosa y descarnada, fue escrita, por el íntimo amigo del torero sevillano don José de la Tixera en base a lo que Pepe-Hillo le fue transmitiendo, pues es sabido que Pepe-Hillo apenas si sabia poner su firma. El libro fue el catecismo de los lidiadores hasta la aparición del tratado de Francisco Montes en 1836.
La gran masa de público, la tremenda avalancha de color que se crispaba en el graderío, como un animal mitológico de millares de ojos, manchado por cien matices vivos, recordarán hasta nuestros días al gran Pepe-Hillo.
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