Con ella esculpe el matador su pieza maestra, la faena, y con ella pone también la “firma” a su obra, en el decisivo trance de matar al toro; hablamos, por supuesto, de la muleta. Esta tela roja, instrumento clave del último tercio de la lidia, abre las puertas del triunfo…o las cierra. Desde sus albores como simple objeto defensivo, al protagonismo artístico del que goza en la corrida moderna: vamos a desgranarte todos los secretos del engaño torero por excelencia. ¡Entremos al trapo!
Hubo un tiempo, el de las primeras corridas de toros, en que la única suerte en el último tercio de la lidia era la de matar al toro. La muleta era entonces “muletilla”: un simple lienzo blanco que pendía de un palillo de madera, y cuya única utilidad era facilitar la estocada.
Su nombre, según Cossío, tal vez provenga de la muletilla usada en pasamanería. También nos recuerda el ilustre académico que tiene más de leyenda que de Historia el atribuir su invención al mítico, y rondeño, Francisco Romero. La autoría de este ingenio sigue siendo un misterio, pero sí sabemos que su uso es muy antiguo, y se remonta a antes del siglo XVIII. El primitivo lienzo blanco, fabricado de lino, cáñamo o algodón, era de menor tamaño que las actuales muletas, y su uso debió surgir de la necesidad: resultaba más rápido y preciso que la capa para defenderse, y ahormar la cabeza del toro, al entrar a matar.
Pronto se empezaron a usar la franela y la lana en su confección, y aumentó de tamaño, teniendo ya en tiempos de Pepe-Hillo una forma muy similar a la actual. Varió asimismo su color, y se abandonó el blanco por un variado abanico de rojos, amarillos, azules…los diestros solían cambiar de color y de muleta cuando el burel no acudía a su encuentro, o lo hacía sin claridad. Esta curiosa costumbre pervivió hasta la era de Lagartijo y Frascuelo, bien entrado el siglo XIX, momento en que se adaptó definitivamente el color rojo que ha mantenido hasta nuestros días.
Pero lo más significativo de su evolución ha sido su uso, y aquí, como en casi todo, el fondo ha propiciado la forma. Si bien en su nacimiento era una herramienta elemental para preparar la suerte de espada, ha dado en ser un instrumento fundamental de la lidia artística: sus usos, cada vez más sofisticados, han cambiado su aspecto para siempre. Más pequeña y ligera que el capote, la muleta permite un lucimiento artístico y un toreo ajustado de infinitas posibilidades y variadísimo repertorio.
La muleta actual está confeccionada habitualmente con dos tipos de tela: la exterior, y el forro. La primera, la antigua franela, cubre y rebasa el forro, confeccionado con la misma lona que el capote. Su peso oscila entre el kilo y medio y los dos kilos de las muletas de varios forros. El lomo, o parte recta superior de la tela, tiene de 160 a 180 centímetros de extensión, y la altura desde el lomo a los flecos, varía, aproximadamente, de los 90 centímetros al metro.
Se denomina pico de la muleta al extremo que sobresale al montarla sobre la espada, el más alejado del cuerpo del torero…y al que más polémica suscita entre los aficionados. El objeto es la zona de la muleta que torea, y la panza, la amplia zona central contigua al objeto. Faldón se denomina la parte de tela más cercana al cuerpo del lidiador, y flecos a la franja inferior de la tela, que se arrastra sobre la arena.
Las muletas de última generación esconden otras curiosidades, que quizás asombrarían al mismo Pablo Romero. Suponemos que no sólo los matadores, sino también sus mozos de espadas, encuentran excepcionalmente útiles las nuevas telas lavables, fáciles de limpiar con agua a presión, y que casi han relegado los cepillos de púas al fondo de los esportones; eso sí, requieren de apresto cada cierto número lavados para mantener su cuerpo y forma, y varían sensiblemente las sensaciones del toque, por lo que no faltarán matadores que sigan prefiriendo las de toda la vida.
Otra reseñable evolución implica a los forros: la incorporación a la muleta , en los años 90, del moderno velcro permite colocarlos o retirarlos según las necesidades del matador, haciendo el toreo muletero mucho más preciso y suave. Tiene además la ventaja de evitar que se abra la tela a causa del molesto y temido viento. El gran José Tomás fue uno de los primeros matadores en incorporar estos forros desmontables a sus flámulas.
Unos doce o quince minutos emplean las experimentadas manos de un sastre taurino en cortar una muleta. El largo telar rojo es desplegado sobre un terso tablero de madera barnizada, y cortado, con la ayuda de un metro de madera y unas grandes tijeras, siguiendo un patrón específico. Como ocurre con los capotes, cada sastrería tiene su propio corte, y además atesora los patrones de cada cliente en su archivo, pues se hacen a la medida de cada torero y de cada toreo.
Pero no hay pañosa sin palillo. El estaquillador sobre el que se monta la tela suele fabricarse de suave madera de haya. El pincho del palillo se inserta en un ojal redondo situado más o menos a la mitad del lomo de la tela y se atornilla con el cáncamo a su parte trasera, provista de una abertura anatómica para insertar los dedos. Hay quien une ambos picos de izquierda a derecha, hay quien prefiere de derecha a izquierda, dejando la madera libre para tener un mejor tacto. Otros prefieren cubrir el palillo. Cuestión de técnicas, toques y gustos.
Terminamos con estas palabras del maestro Antoñete sobre el arte de la muleta: “Hay faenas que duran cuatro minutos y demasiadas que duran diez. Pero en ninguna faena grande hay más de veinte muletazos perfectos".
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