agrupa espadas, acumula amores
en el final de huesos destructores
de la reglón volcánica del toro.
Una humedad de femenino oro
que olió puso en su sangre resplandores,
y refugió un bramido entre las flores
como un inmenso y clamoroso lloro.
De amores y cálidas cornadas
cubriendo va los trebolares tiernos,
con el dolor de mil enamorados.
Bajo su piel, las furias refugiadas
son desde el nacimiento de los cuernos
pensamientos de muerte edificados.
Con este soneto, el último de los veintiséis que componen "El silbo vulnerado", Hernández describe a un toro. El primer cuarteto, con una alusión a la espada que preconiza muerte, refleja la estampa poderosa del animal.
El segundo cuarteto recoge una visión bucólica y a la vez melancólica que se prolonga en el primer terceto.
La mayor originalidad de este poema reside en el último terceto. La acometividad de la fiera adquiere una expresión bellísima y nueva en esos tres versos finales, donde las furias se refugian debajo de la piel para estallar en cualquier trágico momento. Se dice que los cuernos son pensamientos (lo que está bien, poéticamente), pero de muerte y edificados. Los pensamientos de muerte se hacen sólidos, duros; se edifican. Los cuernos son esos pequeños edificios en los que se han convertido las furias (los pensamientos) mortales.
Al poeta le gustó el acierto de considerar una idea o tendencia fatal como algo edificado y, por eso, vuelve a emplearlo en el soneto 17, cuyo primer terceto nos habla de "un acero que ha edificado el cáliz de la muerte".
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